Difícil encontrar una definición de las características emprendedoras, sin que mencione al “riesgo” como una de ellas. Se dice que el emprendedor es alguien que posee poca aversión al riesgo. Otros lo han definido como “aquel que se tira de un precipicio y construye el avión en el aire, durante la caída”. Yo no iría tan lejos. El emprendedor corre riesgos, sí, pero riesgos calculados.
Un emprendedor no se tira de cabeza a una piscina, sin saber si hay agua o no. Porque si se tira y resulta que no la hubiera, se mata o al menos quedará muy maltrecho. Más que un emprendedor, a eso se le llama «kamikaze». Tampoco es aquel que hipoteca su casa familiar u hogar, por el emprendimiento, ya que si le va mal (y tiene un 80% de chances que así sea, según las estadísticas de fracaso empresarial), perderá su casa y arrastrará a la vía, a toda su familia. Más que emprendedor, a eso se le llama «timbero».
Entonces, ¿qué son los riesgos calculados? Es conocer el peor escenario y sus consecuencias, y aceptarlas como resultado posible. Pero también consiste en buscar reducir la incertidumbre hasta un nivel aceptable. Ello se puede realizar a través de técnicas ágiles, tableros de experimentación, pruebas de concepto, MVPs, o estudios de mercado. Cualquiera sea la técnica elegida, lo que se busca en poco tiempo (se acabó la época de los planes de negocios que llevan 6 meses) es testear las hipótesis, detrás de una idea.
¿Realmente resuelve un problema real (existente)? Y si lo hace, ¿es a través de una solución novedosa que aporte un mayor valor que otras soluciones en el mercado? ¿Alguien está dispuesto a pagar por la solución propuesta? ¿Cuánto? Para obtener respuesta a éstas interrogantes es necesario “salir del edificio” (al decir de Steve Blank) y enfrentarse a potenciales consumidores de la solución propuesta.
Validando las hipótesis, reducimos la incertidumbre (y por lo tanto el riesgo), pero no lo eliminamos, ya que cada nueva etapa, supondrá riesgos diferentes. La etapa de diseño y gestación de la idea; la etapa de puesta en marcha del proyecto; la etapa de desarrollo inicial del negocio; y la etapa de aceleración y crecimiento de la empresa.
Existen riesgos que no podremos evitar, pero sí mitigar su impacto, en caso de ocurrencia. Si organizo una fiesta importante en un espacio abierto (llámese jardín al aire libre), ¿qué pasa si llueve? Por más huevos que plantemos, no influenciará a la madre naturaleza, dado que si están las condiciones climáticas adecuadas, lloverá. Lo que sí podemos (y debemos) es estar preparados, en caso de que ocurra: un toldo corredizo, una carpa en el jardín, proveer de paraguas para los invitados, tener dispuesto un lugar “B” techado, suspenderlo de antemano y reagendar).
Como emprendedores, debemos (pocas veces se hace) realizar un análisis y evaluación de los riesgos, durante cada etapa del proyecto, identificando tanto los riesgos mismos, como su probabilidad de ocurrencia y la gravedad del impacto que pudiera tener sobre el negocio. Luego, pensar de antemano qué medidas podemos tomar para reducir las probabilidades (en caso de ser posible) y/o mitigar el impacto.
Otra herramienta útil, y no lo suficientemente utilizada por los emprendedores, es el análisis de sensibilidad. ¿Qué sucedería si vendemos un 40% menos de lo estimado inicialmente, o nuestros costos fueran mayores a los previstos? ¿Seguimos siendo rentables? ¿Cuánto nos retrasa para llegar al punto de equilibrio? ¿Estamos preparados financieramente?
Muchos emprendedores se olvidan de poner un pié en la piscina para ver si hay agua, y qué tan fría se encuentra. En la vida del emprendimiento, eso se traduce en: buscar validar las hipótesis del proyecto con potenciales clientes; comenzar en pequeña escala y desde el garaje (bootstrapping); iniciar con un producto básico (MVP); comenzar de manera part-time al principio, sin abandonar un trabajo dependiente; tercerizar la mayor parte de las operaciones y minimizar los costos fijos.
Una vez que sepamos que hay agua (y de cierta profundidad) estaremos confiados en zambullirnos de cabeza. Pero de nuevo, el riesgo nunca lo eliminaremos, ya que una vez en el agua, otros riesgos aparecerán: un calambre (la pérdida de un cliente importante o un socio clave), agotamiento que no nos permita avanzar hacia la otra orilla (falta de capital para financiar las operaciones y alcanzar el punto de equilibrio), una ola que nos pase por encima y que no podamos barrenar (un cambio tecnológico o competitivo que nos deje fuera de mercado).
Existen varias otras situaciones que exponen al emprendedor ante un riesgo elevado, pero que son evitables y están bajo su control: no contar con los conocimientos y habilidades necesarias para llevar adelante el negocio; no construir un equipo fuerte ni rodearse de personas capaces que lo complementen; “no hacer los deberes” (no estudiar el entorno ni el mercado, las tendencias, los competidores); y no innovar, buscando crear una propuesta de valor lo suficientemente diferencial para que la elijan frente otras alternativas.
La máxima de “quien no arriesga, no gana” sigue siendo válida y vigente. Pero como emprendedores, no seamos kamikazes ni timberos, sino que inteligentemente y apoyados por ciertas técnicas, herramientas y metodologías, corramos riesgos calculados. Esperemos lo mejor (y trabajemos para que así suceda), pero también estemos preparados para asumir lo peor. Si así sucediese, que el golpe no te deje inválido para volver a levantarte y seguir emprendiendo.